domingo, 8 de diciembre de 2013

Cine de Gestión: "Gravity" o el Mentoring por el espacio. Ignacio García de Leániz

Los avatares de dos astronautas ante un grave accidente espacial dan pie a una película con un complejo sustrato antropológico que, además, es un tratado de ‘mentoring’ y de comunicación interpersonal para aprender a gestionar una crisis.

Hay obras, muy pocas, que marcan un antes y un después en la historia del cine. Y creo que Gravity es una de ellas, en tanto que supone una nueva manera de contar las cosas: situar al espectador en el escenario, en este caso el universo infinito. Y resulta a su vez una estupenda lección sobre cómo gestionar una crisis técnica y humana. El argumento es bien sencillo. Durante un paseo espacial reparando un satélite, dos astronautas sufren un accidente y quedan flotando en el espacio. Una es la doctora Ryan Stone –Sandra Bullock– que está en su primera misión. Su acompañante es el veterano astronauta Matt Kowalsky –George Clooney–. Lo que parecía un proyecto rutinario se convierte en desastre, dejando a Ryan y Matt completamente solos. Pero no están tan solos en los espacios siderales. Y ello porque Kowalsky asume las dos funciones básicas de un proceso de mentoring: transferir los conocimientos funcionales necesarios a la inexperta doctora, y motivarla y alentarla durante la crisis donde ya no valen los procedimientos y seguridades de antes. Kowalsky gestiona así perfectamente las dos esferas de su colaboradora: la aptitud y la actitud, cumpliendo los cuatro pasos del mentoring: orientar, guiar, clarificar y ayudar. Pero hay otro factor sutil que nos explica por qué Clooney, como mentor, llega a ser tan eficaz para la doctora. Y es el modo en que, preguntando, la va escuchando en sus dolores más hondos y barreras invisibles. Esto es, en su yo verdadero que va saliendo a la superficie sideral. Y así gracias a la escucha activa pueden comunicarse fluidamente y trabajar en equipo dos personas a pesar –o tal vez por eso– del silencio del espacio y de los obstáculos que suponen las escafandras y el canal radiofónico. Pocas veces he visto mejor filmadas las tesis ya clásicas de Carl Rogers sobre lo que es el escuchar. Por eso Bullock descubre una gran verdad: ser escuchado es ser reconciliado por ser acogido. Toda la teoría de la confirmación humana de Martin Buber está aquí presente. Por eso necesitamos tanto de la escucha, y más ahora que hay tanto ruido externo e interno lleno de palabrería. Conversaciones interiores Sin embargo, en determinados momentos la doctora Stone queda incomunicada con su mentor, a solas con ella misma. Y siente, como Pascal, que le aterra el silencio eterno de los astros. Y aprende a ponerse en claro consigo misma a través de conversaciones interiores nuevas y distintas, basadas no ya en el abatimiento sino en la necesidad de vivir, esto es, de querer volver a la Tierra. El director nos muestra así su tesis de fondo: el ser humano es homo loquens, ser hablador, y necesita que esa comunicación sea recibida, recogida, comprendida. En otras palabras, el yo requiere de un tú. Y solo entonces la doctora comienza a intuir una callada verdad escondida tras nuestro ruido: que tal vez haya alguien –otro tú– más allá de las estrellas, que además nos deletrea. La película: Gravity Director: Alfonso Cuarón Nacionalidad: Reino Unido, Estados Unidos, 2013 Género: Ciencia Ficción

Odisea del ‘mentoring’ en el espacio,Emprendedores&Empleo, expansion.com

Camus: el fútbol frente al suicidio. In: El Mundo, 7, noviembre, 2013, Ignacio García de Leániz


«No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía». Así de rotundo abría Camus El mito de Sísifo que vería la luz en 1942 junto a El extranjero. Escribía como vivía: sin concesiones a la galería. Por eso para él toda elipsis y escamoteo era una forma de estafa inadmisible. Sin embargo, a pesar de la crudeza de su obra en torno al absurdo, Camus no se suicidó. De ahí que al celebrar hoy los 100 años de su nacimiento, bueno sería mientras contemplamos su foto en escorzo, el pitillo en la boca, las manos en los bolsillos del gabán, las solapas alzadas contra el frío parisino, bueno sería preguntarnos esto: cómo un hombre para quien la vida era absurda evitó quitársela. Camus eligió ser un condenado a muerte a un suicida: justo lo más opuesto.
«Matarse es en cierto sentido, confesar. Confesar que la vida nos supera o que no la entendemos», escribía en plena guerra europea. Pero también para él la vida y el mundo eran algo precisamente inexplicable, donde uno no tiene más opción que sentirse extranjero como un destierro sin remedio pues nos encontramos «privados de los recuerdos de una patria perdida o de la esperanza de una tierra prometida». Este divorcio entre cada hombre y su vida es el sentimiento de lo absurdo que corona su obra. Y como en Kierkegaard y Dostoievski, para Camus comprobar el absurdo es aceptarlo, sin hacerse trampas. La honestidad no deja otra salida: Camus la tenía a raudales. Un hombre que toma conciencia de lo absurdo queda inexorablemente ligado a él. Por eso su vida -y su obra- fue tan agotadora: vivir en el presente del infierno y del pecado sin Dios, como definía la absurdidad. Por eso Sísifo era su héroe. Le gustaban las causas perdidas ya que no las había victoriosas. Mas con todo, ante la evidencia de lo absurdo que nos hace espeso el mundo, Camus prefirió vivir sin esperanza pero vivir, haciendo suyo aquel tremendo aforismo de Nietzsche que transcribe textualmente: «Lo que importa no es la vida eterna, sino la eterna vivacidad».
¿De dónde aprende tan pronto Camus ese ascetismo del vivir absurdo, sin esperanza alguna pero sí, con esa rebelión que no es sino la seguridad de un destino ciertamente aplastante sin la resignación que debería acompañarla? Séame permitida una hipótesis: surge de la práctica temprana del fútbol, especialmente en el puesto de portero. Y es que Sísifo tiene mucho de guardameta: aquellos que hemos jugado al fútbol sabemos esa gran verdad. El Camus más feliz y más inocente fue aquel que en su mocedad hollaba los verdes campos de césped argelinos, entre los cuatro palos de las porterías blancas. Todo estadio era hogar. Por eso, si hay una declaración de Camus que se ha tomado muy poco en serio, a lo más como una boutade de un joven Nobel, es la siguiente: «Después de muchos años en que el mundo me ha permitido diversas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol; lo que aprendí con el RUA no puede morir». Pero Camus odiaba mentir.
Es el RUA el Racing Universitario de Argel, donde milita como semiprofesional hasta los 17 años recorriendo Argelia como portero. Y muy bueno. Antes, en la categoría de alevines, comienza a jugar en el Mompensier, tras apasionarse por el fútbol en el recreo del colegio. De la época del Mompensier cuenta desde su portería: «Aprendí que el balón nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice recta». No es poca enseñanza vital y antropológica. Como Sísifo sabe el deportista -el guardameta, de manera eminente- que el esfuerzo de hoy no sirve para el partido de mañana que empieza siempre ex novo. Jugar -y parar mayormente- es subir de continuo aquella inmensa piedra que sabemos que volverá a rodar monte abajo. A la parada o estirada de ahora no le da tiempo al descanso deleitoso: el próximo balón ya se aproxima. Parar es levantarse como vivir es defenderse. Si no me puedo reconciliar con el absurdo, el fútbol me enseña que sí me puedo rebelar y hacerle frente. La portería le marcó su altivez.
Y así Camus descubre juvenilmente el gran secreto de su vida y obra: que en sus idas y venidas Sísifo era feliz. Como él lo fue en la deportiva seriedad del absurdo futbolístico, donde disfrutaba como en ninguna otra parte : «Me devoraba la impaciencia del domingo al jueves, día de entrenamiento, y del jueves al domingo, día de partido». Y en el campo de fútbol encuentra bajo los palos eso que el mundo no puede dar: familiaridad y acogida. Bajo la portería me muevo en mis dominios y en ella mando yo junto a mi equipo frente al sinsentido. Un yo ciertamente perecedero que dura los 90 minutos del partido, para volver a imperar en la contienda siguiente bajo las reglas teatrales de ese gran juego colectivo. Como el actor, es también el futbolista -no digamos el portero- un mimo de lo perecedero: no hay en el fútbol -ni en el teatro- atisbo de eternidad sino pura fugacidad vivida.
Y tampoco nostalgia ni esperanza, que serían ciertamente mentirosas: en el fútbol ni se recuerda ni se espera; se juega. He ahí el absurdo en el pleno sentido que encierra la única verdad: la vida como desafío, sabiendo de antemano que uno saldrá derrotado. Como a menudo salía el RUA con la portería perforada. La obra literaria de Camus no es más que eso: el hombre que se sabe absurdo hasta sus últimas consecuencias, con plena conciencia y rebelión. Como el portero que ataja en su portería la trayectoria inexorable de un balón, que tarde o temprano acabará entrando. Por eso también Camus es un autor esencialmente dramático. Y solo le quedará el fútbol y el teatro como ámbitos de la inocencia, tal y como declara: «Los partidos del domingo en un estadio repleto de gente y el teatro, lugares que amé con una pasión sin igual, son los únicos sitios en el mundo en los que me siento inocente». A los 17 años pierde la inocencia. Un bacilo de Koch, tan sinuoso como persistente, le obliga dramáticamente a abandonar la práctica del fútbol que para él fue cátedra moral y humana. Como si a nuestro Sísifo los dioses permutaran el castigo: ahora sin poder ya ir y venir, condenado al dique seco de Prometeo. Con su tuberculosis crónica a cuestas solo le quedará como consuelo vivir el fútbol como fiel espectador de la liga francesa. Y sin embargo, Camus tampoco se rinde: le gustaba plantar cara al destino. Escribir teatro iba a ser en adelante su nueva mole de Sísifo, deportivamente asumida. Y qué teatro. Pero cuando años después con ocasión del Nobel un periodista le preguntó qué hubiese elegido si su salud se lo hubiese permitido, el fútbol o el teatro, Camus respondió sin titubear: «El fútbol, sin duda». Hoy en su centenario comenzamos a entender por qué: lo que aprendió en el RUA ciertamente no podía morir.
Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos en la Universidad de Alcalá de Henares.

Cine de gestión El gran premio de la emulación. Expansión Ignacio García de Leániz

 
El histórico duelo entre Niki Lauda y James Hunt, pilotos míticos de la Fórmula 1 en la década de los setenta, se refleja en ‘Rush’, una película llena de lecciones sobre el talento, la motivación y la competitividad.

No se arrepentirá el espectador de verla, todo lo contrario. Y el que busque en el cine posibles lecciones de management mucho menos: toda la obra es un compendio de gestión del desempeño, de principio a fin. A nuestros efectos, podemos analizarla desde tres epígrafes, que en la trama van indisolublemente unidos, en paralelo, como las biografías de ambos competidores, el austriaco y frío Niki Lauda, frente al británico y apasionado James Hunt. Talento versus pericia Hunt –Chris Hemsworth– encarna la genialidad. Para él, conducir y correr es disfrutar. Siente una alta motivación intrínseca en su desempeño, lo que llamaríamos motivación de logro. Está dispuesto a arriesgar todo, y ello incluye su vida, con tal de ganar una carrera o campeonato. Tal es placer que le produce. Por eso hace maniobras inverosímiles y derrocha su talento por todas las pistas. También, por cierto, en todas las fiestas habidas y por haber. Vivir y correr lo es en grado sumo, es ante todo disfrutar. Por eso Hunt es un auténtico play-boy, lleno de simpatía. No le pidamos preparación, horarios, cuidados, abstenciones. Para él, la Fórmula 1 es ante todo un arte. Y el piloto, un artista que se enfrenta con la muerte viviendo la vida. Lauda –Daniel Brühl– es, desde sus orígenes, todo lo contrario: frío, calculador, reflexivo y meticuloso hasta el perfeccionismo. En suma, un gran profesional. Para él correr es controlar. No solo el coche y sus reglajes. También los umbrales de seguridad. No arriesga más del 20%: ése es el precio que pone a su vida. Matarse en un circuito es un sinsentido, por lo que correr para él es evitar la muerte. Como se ve, Lauda posee en términos psicológicos un elevado locus de control interno. Por eso, ironías del destino, se negó en principio a correr en Nürburgring (Alemania), donde horas después padeció su terrible accidente en agosto de 1976, que toda una generación recuerda vivamente. Y ése es el duelo que parece plantearnos la película. Dos perfiles profesionales en principio opuestos: talentismo frente a tecnicismo. O el arte frente a la pericia. Como sucede a menudo en nuestras organizaciones cuando se nos plantea así el dilema. Pero Ron Howard, el director, nos da una vuelta de tuerca: la realidad humana y gerencial es mucho más compleja y esta tesitura a menudo resulta falsa por mal planteada. Motivación recíproca Porque sucede en estos protagonistas un fenómeno muy curioso: su implacable competencia mutua se funda en el fondo en una emulación recíproca. Hunt admira la autoexigencia y disciplina de Lauda, así como su estabilidad afectiva. Y éste, a su vez, el apasionamiento y riesgo de aquel en pista, y su sociabilidad fuera de ella. Y estas emulaciones van dando lugar a un feedback mutuo que retroalimenta el desempeño y los logros de cada uno de ellos. De manera que Lauda no sería Lauda sin Hunt, ni éste Hunt sin Lauda. Y aparece en ellos un sentimiento que hoy echo a menudo en falta: la admiración profesional por la que gracias al otro cada uno se supera más y más. Hay pues en esta mímica inconsciente una gran sinergia que daría lugar al campeonato más recordado, por fabuloso, de toda la Fórmula 1: el de 1976. Ambos están sin saberlo haciéndose un benchmarking de escuela de negocios cuando todavía no se utilizaba en las prácticas organizacionales. La emulación como terapia Pero esta dinámica tan enriquecedora se extiende incluso fuera de la pista hasta aquella UVI del Hospital de Manheim, en el que Lauda ingresó más muerto que vivo tras el incendio del Ferrari en el GP de Alemania. La cruel rehabilitación, con los injertos por toda su cara, la realiza el piloto austriaco viendo correr a Hunt desde la televisión de su habitación. Como si Hunt y su McLaren lo reclamasen otra vez en la arena; como si uno fuese el alter ego del otro. Son los beneficios inmensos del admirar y emular lo excelente, sacando partido a lo complementario y no aniquilándolo. No se la pierdan que mucha falta nos hace.
 
 La película: 'Rush' Director: Kirsten Sheridan Nacionalidad: Estados Unidos, 2013 Género: Acción, drama

El gran premio de la emulación,Emprendedores&Empleo, expansion.com